Fragmentos

Disonancias

Está paseando por el bosque cuando la foto que ha recibido por mail un par de días atrás se reproduce en su mente. Vestida con un conjunto de falda y blusa roja que sobresale del resto de tonalidades del paisaje, ella de niña junto con su padre ya muerto posan en medio de un camino de tierra rodeado de hierbas amarillentas, arbustos y algunos árboles. No tiene ningún recuerdo concreto de esa ocasión, pero reconoce el lugar.

 

Se trata de los valles que se extienden alrededor de la laguna de la Angostura en la ciudad de Cochabamba. A pesar de la fama que tiene la zona por su clima soleado, su biodiversidad y sus atractivos turísticos, a pesar de haber pasado lindos momento de su infancia ahí, a ella no le gustaba. O en todo caso, no era de sus lugares preferidos.

 

Todavía recuerda la sensación desagradable de tirantez en su piel cuando llegaba ahí, de los rayos del sol picando sobre las partes descubiertas de su cuerpo, de la polvareda que se levantaba a cada paso que daba sobre esa tierra seca. No, no le agradaba ese valle. Ella prefería los colores intensos como el de su vestido, aquellos que explotan bajo la luz del día, y ahí estaban como pasados por agua. Ni siquiera eso, porque la sequía tendía a dominar en la zona, más bien pasados por tierra que con el viento se espolvoreaba cayendo como un manto sobre todo el paisaje.

 

Sobresaltada por los ladridos de un perro que corretea eufórico entre los árboles, sale de sus recuerdos y se detiene. La visión que tiene del bosque la envuelve y conmueve.  Aún es invierno, pero ya se pueden vislumbrar algunos trazos de primavera entre el follaje. Piensa en el calentamiento climático, antes de sentarse en uno de los bancos que tiene cerca y dejarse calentar por los rayos del sol que, con su luz naranja del atardecer, se abren paso entre los árboles y llegan hasta ella.

 

De repente en medio de ese lugar, la niña de la foto con sus cabellos claros y su vestido rojo sangre le parece como ajena o venida de otra imagen. Como si no combinara con ese cuadro valluno. Sí, porque ella prefería la otra laguna, aquella con paisaje exuberante de intenso verde que se encuentra en la cabecera de monte al otro lado de la ciudad, camino hacia el trópico. La laguna de Corani rodeada de bosques de pinos y de ríos. Y cubierta, la mayor parte del tiempo, por un cielo gris con nubes tan bajas que te sientes como tocando el cielo cuando caminas.

 

Ese entorno natural sí que le cautivaba. Le invitaba al acogimiento y a la contemplación, a entrar en contacto con esa parte suya sedienta, aguda y sensible con la que gustaba estar. Sabe que a su padre también le hacía soñar despierto.

 

Comienza a reírse sola porque, de repente, encuentra tantas similitudes entre el entorno del lago que tanto adoraba y el de este “plat-pays” que es ahora el suyo, que es como si lo hubiera buscado. Al final, se dice mientras se pone de pie, había encontrado por azar un lugar que se le parecía un poco más, en el que no se sentía desentonar tanto. Al menos por el momento.

 

De pronto su padre aparece al lado suyo, le agarra del brazo y continúan caminando.

 

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