Lluvia de verano
Camino por la avenida Sept Bonniers de regreso a casa. Hace frío, pero el día está seco y soleado. Los árboles ya han perdido casi todo su follaje y emergen como esculturas con múltiples brazos a lo largo de mi camino. Los rayos del sol que fluyen a través de esas figuras escuálidas les dan un aire de misterio. Me sorprendo disfrutando de esa secuencia de imágenes, de esa luz, de ese aire helado de invierno y me cuesta imaginar que en pocos días estaré al otro lado del Atlántico, sumergida en el verano del cono sur.
Me pregunto si en Cochabamba podré apreciar el encanto de un día soleado como lo hago hoy aquí en Bruselas. Lo cierto es que solemos valorar lo que escasea y el sol radiante es allá casi cotidiano. Presumo que en un par de días, estaré de nuevo como en los viejos tiempos, corriendo detrás de las sombras.
Esta vez voy a Bolivia después de dos años. ¿Cómo encontraré la ciudad tras los conflictos post electorales? ¿Cómo me recibirá Cochabamba? ¿Con ese agradable aroma a tierra mojada que emerge luego de una lluvia de verano o, a falta de ella, con el olor de las aguas estancadas del río Rocha, como fue el caso de la última vez que fui?
Nunca he dejado pasar un período tan largo entre una visita y otra. Pero resulta que con el tiempo las prioridades cambian, al igual que los lazos que nos unen a uno u otro espacio geográfico. Y al final, el curso natural de la vida te empuja a tomar otras opciones.
¿Me sentiré aún en casa cuando esté allá? Porque lo que ahora es evidente para mí, es que mi punto de referencia se ha desplazado. Ya no es aquel donde nací o de dónde salí, sino aquel donde llegué y decidí quedarme. Y por el momento y mientras la vida no me lleve por otros lados, ese punto es Bruselas. Cochabamba es y será siempre la ciudad de los reencuentros donde, de manera natural, iré una y otra vez.
La aparición inesperada del zorro del vecindario en mi campo de visión me trae de retorno a Bruselas. Me detengo para observarlo, no quiero que se asuste, pero a penas nota mi presencia, sale a toda prisa por el jardín delantero de mi casa y se escabulle calle abajo. Aunque sólo me quede un par de días antes de partir, todavía sigo aquí.
La consciencia de la proximidad del viaje me genera un hormigueo en el estómago. No he preparado nada aún, pero esta vez me voy ligera, solo cuentan las ganas de empaparme de familia y cargar mis sentidos de sensaciones frescas. No es el antes del viaje lo que me genera ese cosquilleo, sino la llegada misma y la imprevisibilidad de lo que vendrá.
Y es que por muy lejos que haya decidido irme, llevo conmigo mi lugar de nacimiento; reencontrarme con él después de tanto tiempo, me llena de ansiedad tanto como de excitación.