• Los gritos, las rejas y la soledad

    Esa vieja loca estaba para el manicomio, decíamos. No paraba de gritar. Lo hacía desde adentro, a través de la ventana. Se aferraba a las rejas de seguridad y escupía insultos a todos los que osábamos atravesar su jardín para tomar un atajo hacia el parque. Los niños éramos sus mayores víctimas. Al principio nos daba terror porque creíamos al pie de la letra sus amenazas, pero con el tiempo dejamos de creerle: igual no salía de su casa. Pero si se asomaba gritando, nos echábamos a correr. Sus manos, cuando atravesaban las rejas, eran lo más lejos que llegaba. A los niños del barrio nos gustaba inventar historias. Las…

  • El café y las moscas

    Las brasas aún crepitaban. Un hilo de humo se perdía en el calor pegajoso de la tarde. Olía a desencanto, cenizas, grasa vieja, sobremesa estancada. Los niños ya se habían retirado. Los escuchábamos jugar en el huerto, mientras nosotros seguíamos hundidos en las sillas, con los platos sucios aún sobre la mesa y el café servido.    No salíamos del estupor. El relato que tío Bernardo nos traía de País nos había dejado mudos. Tan orgullosos de nuestras historias familiares, nos instalábamos en nuestros orígenes y tradiciones como en un trono. Pero ahora la silla tambaleaba con nuestro peso. La revelación nos desencajó. Nos cerró la boca. A nosotros, que cada vez que…

  • Sin avisar

    Tenía que suceder. El sábado por la noche lo encontré en la cocina, comiendo el plato que le dejamos servido para la cena. Luego se fue a dormir. Se veía agotado y estaba de mal humor. Pero no me extrañó; en el último tiempo siempre estaba de malas pulgas. Nadie le preguntaba por su familia ni si extrañaba su tierra. Nos daba la impresión de que no le gustaba hablar de ello, que prefería dejar su vida anterior allí donde estaba: lejos e inalcanzable. No trajo nada consigo, ni siquiera una foto. Llegó con lo puesto y una tarjeta de crédito. Mis padres conocieron a los suyos en un viaje…

  • Dime cómo encontrarte

    Me dices una y otra vez que nunca olvidas, que todo está registrado en la memoria de tu cuerpo y que basta con un aroma, un sonido o una palabra para que los recuerdos se desencadenen. Hasta los ínfimos detalles. Y es verdad, tengo la impresión de haber conocido la finca de tus abuelos, de haber sentido el olor del cedrón que crecía como hierba mala al borde de la terraza. Hasta me veo en tus recuerdos cortando algunas hojas con tu abuela para preparar el mate, mientras tú y tus hermanas se trepan al muro para robar las moras del vecino.     Pero no se trata de eso y…