
El café y las moscas
Las brasas aún crepitaban. Un hilo de humo se perdía en el calor pegajoso de la tarde. Olía a desencanto, cenizas, grasa vieja, sobremesa estancada. Los niños ya se habían retirado. Los escuchábamos jugar en el huerto, mientras nosotros seguíamos hundidos en las sillas, con los platos sucios aún sobre la mesa y el café servido.
No salíamos del estupor. El relato que tío Bernardo nos traía de País nos había dejado mudos. Tan orgullosos de nuestras historias familiares, nos instalábamos en nuestros orígenes y tradiciones como en un trono. Pero ahora la silla tambaleaba con nuestro peso. La revelación nos desencajó. Nos cerró la boca. A nosotros, que cada vez que nos reuníamos, no parábamos de hablar.
Nuestra leyenda familiar era flexible, colorida, antojadiza. Como las flores que brotaban en nuestros campos. Nos encantaba recrearla, poniendo en mayúsculas uno u otro detalle para que encajara mejor con la imagen que teníamos de nosotros mismos. Era nuestro modo de estar en una tierra donde nuestras raíces apenas se agarraban. Tan solo una generación que se enorgullecía de meter las manos en la tierra fresca y fecunda para hacer germinar las flores que nos daban de comer y aseguraban la continuidad de nuestras tradiciones. Como lo habían hecho, tiempo atrás, nuestros ancestros en País.
El tío Bernardo había endurecido la tierra fértil de nuestro imaginario familiar. Nos había arrebatado la posibilidad de reinventarnos, había sellado con pruebas irrefutables nuestra historia con una verdad en la que no nos reconocíamos. Si todo eso que contaba era cierto, nada de lo que sabíamos, ni teníamos, nos pertenecía. Éramos unos impostores. Falsos herederos de un oficio que nos enorgullecía. Unos usurpadores de la prosperidad de otros. Contadores de cuentos rotos.
Habíamos olvidado las tazas de café frente a nosotros, mientras las moscas venían a ahogarse en ellas, al igual que nuestras certezas. El tío dio un golpe seco sobre la mesa para espantarlas. Nos sobresaltamos. Nadie dijo nada durante unos segundos. Fue como si el aire se hubiera desgarrado.
Luego mi prima Carmela hizo un comentario, apenas un susurro que sonaba a pregunta. Alguien respondió sin convicción. Mi padre lanzó una broma. Mi tía intentó sofocar una risa. Y así sin darnos cuenta, el murmullo volvió a encender la escena.
En el tiempo en que las moscas abandonaban la mesa, las palabras volvieron. Tímidas. Dispersas. Torpes al principio. Y luego unas sobre otras con la efervescencia de siempre.
Ya no teníamos suelo firme. Pero el murmullo seguía. Tal vez bastaba.
