
Los gritos, las rejas y la soledad
Esa vieja loca estaba para el manicomio, decíamos. No paraba de gritar. Lo hacía desde adentro, a través de la ventana. Se aferraba a las rejas de seguridad y escupía insultos a todos los que osábamos atravesar su jardín para tomar un atajo hacia el parque. Los niños éramos sus mayores víctimas. Al principio nos daba terror porque creíamos al pie de la letra sus amenazas, pero con el tiempo dejamos de creerle: igual no salía de su casa. Pero si se asomaba gritando, nos echábamos a correr. Sus manos, cuando atravesaban las rejas, eran lo más lejos que llegaba.
A los niños del barrio nos gustaba inventar historias. Las que más miedo me dieron, las que agitaron mis noches infantiles, fueron las que se tejían en torno a la bruja del atajo.
Un día comenzaron a llegar visitas. La primera fue una señora muy guapa y bien vestida. Nos sorprendió que alguien así tocara ese timbre, y que ella ni siquiera se asomara, cuando minutos antes había estado gritando.
Después vino un hombre de terno y corbata. Se quedó frente a la puerta –una puerta que, nos dimos cuenta entonces, nunca habíamos visto abierta. Durante semanas, la escena se repitió. Hasta que, en la última ocasión, el hombre nos descubrió escondidos detrás de los setos. Antes de que pudiéramos correr, apareció frente a nosotros y, con una amabilidad inesperada, nos preguntó por ella.
Sabíamos que la bruja nos observaba desde dentro, que en cualquier momento podía sacar sus brazos huesudos a través de los barrotes. El miedo nos dejó sin voz. El aire se espesó con el silencio, hasta que, temblando, uno de nosotros apuntó hacia la casa. El hombre dejó escapar un suspiro, su cuerpo se desinfló, su mirada cayó hacia adentro. Se quedó así, como si algo se hubiera resquebrajado por dentro.
De pronto, el clic seco de la cerradura rompió el silencio. Giramos la vista hacia la casa. Allí estaba ella, frágil y erguida detrás de la puerta abierta, con una maleta en la mano. No parecía una bruja. O tal vez sí. Era una mujer triste, alguien que se iba. Y nosotros, por primera vez, no supimos si queríamos que se fuera. El hombre caminó hacia ella. Ella lo esperó. Él le dijo algo, palabras que quedaron flotando entre ellos. Entonces, se abrazaron. Ella no cruzó el umbral.
Creo que nunca la habíamos visto antes de ese día. Y tampoco después. De ella sabíamos lo justo, lo demás lo inventamos. Éramos niños, los misterios ponían en marcha nuestra imaginación.
Tiempo después alguien nos dijo que estaba en un lugar con médicos, como un hospital. Que había cosas que no se habían tratado a tiempo. No sabíamos bien qué significaba eso. Quizás lo que a nosotros nos parecía locura era otra cosa. No lo entendimos entonces. Y todavía no sé si lo entiendo del todo. Pero no puedo dejar de preguntarme si podría haber sido distinto, si el silencio no hubiera sido tan grande.
Cuando pienso en la casa vacía, en los gritos, las rejas y las sombras, no consigo quitarme de la cabeza la idea de que nosotros, jugando a tener miedo, apenas rozamos su soledad. Quizás fue ella la única que tuvo miedo de verdad.
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