Fragmentos

Crepúsculo

Ante sus ojos, se abre un horizonte lejano, sin fin. Sumerge sus pies en el agua fría del mar, siente las piedrecillas finas bajo su piel callosa después del verano. El oleaje suave golpea contra sus tobillos y arrastra consigo al retirarse, parte de la superficie sobre la que se tiene en pie. 

Esa inmensidad le estremece. De costumbre, su mirada se detiene en el día a día, en sus responsabilidades y tareas cotidianas, en Corina que siempre activa y llena de energía organiza sus vidas. Él espera a que su movimiento se propague hasta él. Y se deja ir. Era así y le gustaba. La ama.  

Siente como una bolita peluda que desde el vientre sube hasta la garganta. Pone su mano en el pecho y se golpea con fuerza para calmar ese sube y baja que le trae a la consciencia la partida abrupta de Corina. «Todo te da igual», le había dicho ayer. Tose una y otra vez, para liberarse de esa angustia que le cosquillea por dentro. 

Su vida se le está escurriendo como esas piedrecillas bajo sus pies. Quisiera hacer algo, pero no sabe qué. No está acostumbrado a tomar la iniciativa. Siempre ha dejado que ella lo haga por ambos. No porque todo le dé igual, ahí ella se equivoca, sino porque la ama. Se pone a caminar, por una vez en movimiento se siente más útil. Necesita fijarse metas precisas, como llegar hasta la roca negra y porosa que tiene al alcance de su vista, donde ayer tomaron el sol con Corina. Ansioso, acelera su paso como si al hacerlo el movimiento ondulatorio de las aguas pudiera propagarse hasta ella y hacerla volver.  

La posibilidad de que llegando a la siguiente posta Corina ya esté de vuelta, le concede una especie de sosiego que le permite continuar y proyectarse hasta una próxima. 

Pronto se metería el sol y sin objetivo en mira, sin poder seguir el jueguito de pequeñas postas, la ilusión sería reemplazada por ese estado típico del anochecer en el que todas las angustias se agrandan como bajo la lupa de la luna. ¿Corina habría vuelto ya hasta entonces? Le había dejado irse sin hacer nada. ¿Por qué no le había dicho que la amaba? Quizás ella tenía razón, era incapaz de expresar sus sentimientos. 

El viento cada vez más fresco, que golpea su torso desnudo y hace volar los pocos cabellos que le quedan, le hacen poner la piel de gallina y le impulsan a abrazarse a sí mismo. No, termina concluyendo para sí, no es que no sienta ni que se incapaz de expresarse. Tan solo que él, que no siempre encuentra una correspondencia directa entre lo que siente y las palabras con las que cuenta para expresar, prefiere callar y dejar que su cuerpo hable. Porque su amor, el suyo, está en su carne, en el ritmo de su respiración cuando está con ella. También en su mirada, en la debilidad que tiene por sus piernas largas y su silueta de guitarra, por su sonrisa chueca y contagiosa que le hace sonreír y perder el mal humor solo al verla. La ama. Pero pronunciar esas palabras es como actuar su propio rol en una escena vacía de contenido. Como si al hacerlo la verdad perdiera su consistencia.

El sol ha terminado de meterse y la noche negra le hace caer su horizonte en la punta de su nariz. Aún así, sigue caminando porque no sabe qué más podría hacer. La bola peluda se le ha quedado trancada en la garganta y hace resonar su respiración como si fuera un silbato. Avanzar es cada vez más difícil, la marea ha subido y las olas que golpean con brío contra sus piernas, le piden mayor esfuerzo para mantener el equilibrio.

De pronto, siente la vida del mar revoloteando alrededor de sus piernas, rozándolas, picoteándolas. Supone que son algas, peces, moluscos y no trata de ir más lejos con su imaginación porque comienza a sentir la aprensión de lo que no puede ver. Sin dejar de caminar, escucha la suma de todos los sonidos. Del viento que ha provocado la furia del mar, de las aguas que se chocan con violencia contra las rocas, contra la arena, contra él mismo, como si fuese una venganza. De las gaviotas que graznan con fuerza como para hacerse escuchar en medio de ese bullicio. Y quizás una voz en medio de todo. Sí, una voz que tan pronto le trae la imagen de Corina caminando hacia él, tan pronto la de una gaviota volando en la oscuridad.

Se detiene de golpe, decidido, como si se tratara de su última oportunidad. Se da la vuelta una y otra vez, tratando de encontrar el origen de esa voz, de ese graznido. De esa voz que el viento le trae en una ráfaga y que de improviso se convierte en graznido y de nuevo en voz. Son todas las gaviotas que graznan juntas y entre ellas quizás Corina que grita su nombre.  

Agotado, con el cuerpo empapado y temblando, siente la bolita peluda al nivel de corazón como si quisiera salírsele del pecho. Necesita apoyarse en algo. Vislumbra una luz a lo lejos. Es el faro, cómo no lo había percibido antes. Su luz es débil como tapada detrás de una cortina de nubes, pero se siente aliviado. Se esfuerza para recuperar el aliento, descansa su mirada sobre ella y continúa caminando.

 

 

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