15 min. de escritura con Claudia y Aude,  Fragmentos

Sin avisar

Tenía que suceder. El sábado por la noche lo encontré en la cocina, comiendo el plato que le dejamos servido para la cena. Luego se fue a dormir. Se veía agotado y estaba de mal humor. Pero no me extrañó; en el último tiempo siempre estaba de malas pulgas. Nadie le preguntaba por su familia ni si extrañaba su tierra. Nos daba la impresión de que no le gustaba hablar de ello, que prefería dejar su vida anterior allí donde estaba: lejos e inalcanzable. No trajo nada consigo, ni siquiera una foto. Llegó con lo puesto y una tarjeta de crédito. Mis padres conocieron a los suyos en un viaje de negocios, se entendieron bien. Y un día él llegó a nuestra casa. Sin avisar. Se presentó ante nosotros y lo recibimos como si fuera un amigo cercano. Era simpático y afable, pero muy reservado. Encajamos bien.

 

Hace dos semanas lo escuché hablar con alguien por el celular. Estaba exaltado, golpeaba la pared con el puño mientras repetía unas palabras que sonaban a injurias, pero que no logré descifrar. Lo esperé en el salón para ver si necesitaba algo. Pasó a mi lado y ni se dio cuenta de mi presencia. Estaba sumergido en sus pensamientos, resonaban en sus pasos pesados y secos. Tenía que haber insistido en ese momento, haberlo confrontado, haber intentado disuadirlo. Siempre supe que algún día se iría, y estoy seguro de que fue entonces cuando tomó la decisión. Algo había sucedido en esos últimos días y aquella conversación hizo que el pasado desbordara en el presente. Ya no lograba contenerlo en ese rincón que prefería mantener oculto, y comenzó a abstraerse, tal vez por pudor a que nos salpicara. Las conversaciones que tuvimos después de ese incidente no pasaron de intercambios prácticos. Era imposible sacarle información. Mis padres intentaron comunicarse con los suyos, pero no lo consiguieron. Pensaron que quizás habían cambiado de correo electrónico porque todos los mensajes rebotaban. 

 

No podíamos haberlo evitado. No podíamos pretender tanto poder. Era imposible.

 

Como la cara oculta de la luna, tras su mirada esquiva se escondía un abismo inalcanzable, algo que intuíamos, pero nunca llegamos a ver. Y, al mismo tiempo, el peligro se palpaba. Su silencio era espeso, inquietante, como el de un volcán antes de erupcionar. Por eso tenía que irse. Y lo hizo como llegó: sin avisar. Sabíamos que su país estaba convulsionado,

pero jamás pensamos que lo alcanzaría. Esas cosas les pasan a los otros, pensábamos.

al irse, firmó su condena sin saberlo.

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