Miradas

Entre arrugas y bisturíes: una batalla contra el tiempo que pasa

Hace unas semanas, en la presentación de mi libro en Sao Paulo, una de las asistentes me cuestionó acerca de mi percepción de la mujer en Brasil en comparación con la europea y si había algo, en particular, que me hubiera llamado la atención. Al reflexionar sobre las impresiones que tuve al llegar, se desencadenaron una serie de imágenes de la gran cantidad de personas que vive en las calles. Le respondí que no, que, en realidad, cuando llegué a Sao Paulo fueron otros aspectos los que dejaron una fuerte impresión en mí.  

No obstante, hace unos días, durante la fiesta de cumpleaños de una amiga paulista, esa pregunta volvió a resonar en mi mente y me percaté de que, efectivamente, hubo algo que me impactó desde que llegué: la notable presencia de cuerpos transformados, de rostros intervenidos, así como el lugar central que ocupan los cuidados y tratamientos estéticos en la vida de una mujer. Desde los más sencillos, como peluquería, manicure, pedicure, pasando por las depilaciones con láser, las exfoliaciones químicas y los tratamientos contra la celulitis, hasta los más invasivos como los retoques estéticos y la cirugía plástica. En la ciudad, los centros de belleza proliferan como champiñones, el bótox es inyectado por doquier y no solo por el médico especialista, sino también por peluqueros, esteticistas, dentistas, entre otros, que lo incorporan como parte de sus servicios. Incluso, entre las compras en los centros comerciales, es posible sumar unas inyecciones, ya que cada shopping alberga uno o más lugares especializados en bótox entre otros servicios de embellecimiento.

Retomando el hilo de la fiesta de cumpleaños, un evento causal donde, a pesar de ello, la mayoría de las mujeres lucían muy acicaladas con peinados y maquillajes impecables, lo más probable obra de un profesional, entablé conversación con una de ellas. Resultó que trabajaba en una clínica dermatológica especializada en estética. A través de nuestro diálogo comprendí la tendencia. Me explicó que en Brasil la cirugía plástica y los retoques de estética eran prácticas bastante comunes, que las mujeres comenzaban a someterse a ellas a partir de los cuarenta e incluso antes. Al revisar las estadísticas descubrí que Brasil es el segundo país del mundo donde más cirugías plásticas se realizan, después de Estados Unidos. El bótox, los implantes de senos y glúteos son las más populares, junto con la liposucción, el estiramiento facial y los procedimientos para reducir orejas prominentes.

Cuando le pregunté si no le parecía que era una lucha perdida contra el tiempo, ya que al final el proceso de envejecimiento es algo crónico e inevitable, y si no sería más conveniente aceptarlo en lugar de combatirlo, me respondió que no, con una convicción que me sorprendió. Y agregó, “ustedes –refiriéndose a las europeas entre las que me incluía también a mí– no entienden, no hacen muchos esfuerzos, apenas se maquillan, prefieren mantenerse al natural. Aquí es diferente, a las mujeres nos gusta vernos bien, eso refuerza nuestra auto estima”. Mientras la escuchaba, recordé haber leído en un artículo del New Yorker que Brasil reconoce el derecho a la belleza y que, por ende, nadie tenía por qué avergonzarse de querer alcanzar la norma social de apariencia, independientemente de la clase social. Incluso hay ayudas e incentivos para que los menos favorecidos puedan acceder a ellas. 

Es evidente que tener una autoestima alta es fundamental para desenvolverse en la vida, pero ¿por qué tendría que sustentarse en la apariencia y, aún más, en una apariencia modificada que busca borrar los signos del paso del tiempo? ¿Por qué las canas y las arrugas deberían afectarla de manera negativa?  Quise volver a este punto, pero ella se adelantó y me dijo: “Vas a ver, cuando comiences a tratarte, te va a gustar y luego lo seguirás haciendo, porque una vez que comienzas no puedes parar”. Al escuchar esta afirmación, experimenté una sensación de vértigo, como si se tratara de algo inevitable. 

¿Lo es? 

Es cierto que cada persona es libre de hacer lo que quiera; no se puede juzgar. El problema radica en que nuestras decisiones personales pueden tener implicaciones sociales el momento en que se convierten en tendencia. Si cada vez más personas se someten a tratamientos estéticos, se modifican las percepciones culturales y las expectativas de cómo deberíamos lucir a tal o cual edad. 

Pienso que también se modifica la noción misma de lo bello. Si, en un primer momento, un rostro pinchado puede generar cierta aprensión, con el tiempo y a fuerza de verlo constantemente, se comienza a reconocer su belleza e incluso a desearla. Recuerdo muy bien que durante los primeros meses de nuestra vida en Sao Paulo, cada vez que mis hijas advertían un cuerpo o un rostro que con toda evidencia había sido modificado, sorprendidas me instaban a observarlo. Con el tiempo, ese aspecto pasó formar parte del paisaje de la ciudad. 

Lo cierto es que el proceso parece ya irreversible y, a diferencia de lo que afirmaba la mujer que conocí en la fiesta, esta tendencia está tan presente en Europa como en Brasil. 

Justamente, en una entrevista sobre su novela Admirable, L’histoire de la dernière femme ridée su terre –Admirable, historia de la última mujer arrugada sobre la tierra–, en la que pone en evidencia la lucha contra los signos del envejecimiento, Sophie Fontanel se suma al debate hablando de las mujeres en Europa. Ella sostiene que nadie tiene el derecho a juzgar el miedo a envejecer, ni tampoco las maneras en las que las personas intentan lidiar con ese miedo. Pero, ¿en base a qué una mujer o un hombre tiene que verse más joven? Es evidente que hay una mercantilización enorme del cuerpo y, en consecuencia, una presión social abrumadora para ajustarse a la norma. El problema, añade Sophie, es que faltan otros modelos, los arrugados y canosos no son mediatizados. 

Quizás la diferencia entre Europa y Brasil, con respecto a los retoques estéticos y la cirugía plástica, es que los cambios en el primero son más sutiles y se mantienen en secreto –pocas personas van a admitir o contar que se sometieron a ellos. La estigmatización que persiste en los países del viejo continente sobre este tema no existe en Brasil. Además, estas prácticas no están generalizadas en todas las clases sociales, son, sobre todo, las personalidades públicas y las clases acomodadas las que se someten a ellas. Pero de que hay, sí hay.

Me pregunto si esta batalla declarada contra el tiempo no es aún más vertiginosa que el propio proceso de envejecimiento. ¿Cómo podemos ser felices en esta batalla que cada día nos demuestra que es inútil?, porque continuamos envejeciendo, tenemos todos los achaques de nuestra edad, pero sin las marcas del tiempo en la piel. Podríamos persistir alimentando nuestras pasiones y cultivando nuestro mundo interno. Al fin y al cabo, ¿acaso no podemos seguir soñando con un rostro arrugado?

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